21 de septiembre de 2014
Querida
Suzanne,
Yo también soy un payaso. He creído
necesario que lo supieras desde el principio porque sé que tú tienes alguna
historia relacionada con un payaso triste. Y para aumentar la semejanza con él (que
tal vez no es buena para ti), yo también soy triste; aunque me parece
más exacto decir “melancólico”. Dicha naturaleza, no la defino a partir del uso
común, derivado del romanticismo, que califica así a las almas de tristeza vaga
y permanente hacia algo indefinido. Esta caracterización ciertamente abstracta
no puede explicar mi esencia porque yo sí puedo reconocer el objeto de mi pena.
Además, a lo largo de mi vida, he podido identificar, con cierta irrealidad,
momentos más o menos felices. Así que si me pienso “melancólico” es desde una
perspectiva más cercana a las ideas de la Antigüedad -- cuando se consideraba a
la melancolía como una enfermedad (la bilis negra) -- y por lo tanto, es más
violenta y peligrosa que una simple tristeza. No tengo idea si la bilis negra
exista realmente, lo cual demuestra mi ignorancia en torno a los aspectos
fisiológicos, y me contradice al mismo tiempo, porque resultaría incomprensible
que pueda creer en algo cuya existencia ignoro. El punto es que creo en la
melancolía como una enfermedad crónica. Lo peor de esta situación es que así
como descreo totalmente que el pecado (si existe) puede ser absuelto por un
sacerdote, tampoco creo que los médicos curen la melancolía. Y éste es el mal del siglo. El peor de mis males. La
melancolía es el nuevo pecado de la modernidad. El mundo no se detiene jamás, y
aquel individuo que se rezaga porque es triste
debe ser curado, o está condenado a ser destruido por la sociedad.
No sé por qué intento darte una
explicación de asuntos que seguramente tú ya sabes. Quizás la idea de que hablo
con una señorita tan conocedora de los asuntos de la mente me atemoriza un poco
porque yo no sé nada, y no quiero parecer ridículo escribiendo sobre fantasías
platónicas como “alma”, “esencia”, “espíritu”, etcétera. No obstante, debes
comprender que he crecido en una nebulosa demasiado confusa para poder
explicarla ahora, me refiero al horizonte metafísico (también podría decir místico) que cubre mis ojos. De una
manera más práctica, podría decir que mi esencia es hondamente poética, mis
fundamentos son poéticos, porque el espectáculo del mundo aparece ante mí como
poesía, y sólo eso. Este modo de ser, lejos de permitirme una vida reconfortante
en un placer estético, produce mucho dolor, porque la poesía es ante todo un misterio-revelación que dependiendo de
su carácter puede ser algo sublime o terrible, pero siempre es, de manera
intrínseca, una convulsión. La vida
me sacude, me desgarra sin parar, Suzanne, no puedo moverme a ningún lado
porque todo tiembla ante mis ojos. Y no sé qué me espera a la vuelta de la
esquina, no sé si la próxima visión me eleve a paraísos o me trastorne. Soy un
ser demasiado sensible e incapacitado para tener una vida normal. A veces pienso que mi corta edad justifica estos
sentimientos trágicos, pero luego pienso que las visiones poéticas nunca van a
cesar porque aquello significaría cambiar de ojos, y eso es imposible; puedo
cambiar de perspectiva para mirar, pero no mi manera esencial de ver el mundo.
Considero necesario que te explique
estos aspectos (advertencias) de mi vida por dos razones: La primera es que probablemente
no me entiendas. No sé comunicar los aspectos esenciales con un lenguaje
cotidiano, mi única manera de hablar son las imágenes poéticas. No podría decir
con simplicidad “Estoy deprimido” o el lugar común “Me duele el alma”, en ese
caso buscaría una imagen como “Los espejos derraman su sangre gélida en mi
pecho”. Ésa es mi excentricidad. Soy el animal simbólico más exasperante que
puedes conocer. Quisiera encontrar mi palabra precisa y callar. Pero no puedo,
siempre estoy buscando trascender el lenguaje. No soy un poeta (nunca he
escrito un buen poema), pero siento la
poesía como pocas personas. Seguramente
a estas alturas ya has inferido que dicha cualidad deriva en un misticismo. Y
aquí podemos entrar en un gran conflicto porque túcrees en la ciencia como la primera fuente para explicar el mundo.
O al menos eso es lo que percibo de ti; tendrías que corregirme si me equivoco.
El caso es que si tú eres racional, yo soy lo irracional. No tengo la certeza completa, pero esas son
mis ideas preliminares al respecto y si son ciertas, entonces tendríamos muchos
puntos de discrepancia, aunque esto no sería tan malo, pues podrían constituir
maneras de complementarnos y aprender el uno del otro. Imagino, por ejemplo,
una charla delirante en la madrugada abordando únicamente tu creencia en la
inexistencia del alma y la noción misma del ser como creencia. Confieso que esas dos ideas me cautivan mucho, y para mí
sería un sueño lograr una charla contigo.
Mi segunda advertencia, explicada
brevemente al inicio de la carta, tiene que ver con el peligro que significa
acompañar a una persona triste, principalmente si uno comparte esta naturaleza,
y creo que tú eres triste. No estoy seguro de ello, sólo lo infiero a partir de
las frases sueltas que escribes y por tus ojos. Sabes el riesgo que corren dos
personas tristes cuando intentan consolarse, ¿verdad? Cuando están cara a cara sus miradas construyen un camino
hecho con un leve filamento azul. Y ese color, el azul, no es de este mundo,
como decía Jung, por lo tanto, pueden perderse. Existe una belleza
inconfundible cuando dos personas tristes se juntan pues reproducen el
espectáculo de una estrella polar que se pierde en el mar. Si a pesar de esto,
sigues creyendo que vale la pena ayudarme de alguna manera, entonces eres un
ángel. A mí también me gustaría escucharte reír. Estoy seguro de que tienes la
sonrisa más pacífica, como las formas que se insinúan entre la bruma matinal, y
que proveen mucha calma. ¿Me concederás el privilegio de verte sonreír? Puedo interpretar para ti varios números, o leerte los poemas infinitos que tanto me gustan.
Después de estas líneas, mi carta
comienza a hacerse extensa, y no quiero caer en mi inclinación casi patológica
de escribir cartas inmensas, como lo he hecho siempre. El espacio que me resta
no será suficiente para contarte la situación límite en la que me encuentro
ahora, y además, el dolor que siento me ha devastado tanto hasta dejarme en
el balbuceo. He llegado a eso que Paul
Celan definía como la “reja del lenguaje” y que yo llamo “el suicidio del
lenguaje”, es decir, la incapacidad total para expresar lo que siento. No tengo
palabras, Suzanne, y eso me da mucho miedo. El vacío atenaza el verbo, lo
nulifica. Soy una pintura inmóvil que se esfuerza desesperadamente por dejarte
una huella (no palabra, sino rastro) en la piel. Una huella, un matiz, un color
para que tú lo interpretes. En una ocasión alguien me definió como el sujeto
que mejor expresaba “el punto intermedio entre dadá y el surrealismo” y creo
que se refería a mi búsqueda incansable de medios de expresión y al caos y
transfiguración de mi propio yo. Me he convertido en el Hombre del bombín, o él
llegó a mí para salvarme, no lo sé. Quisiera diluirme en el azul de los cielos
que captas en tus fotografías (sé que te gusta mirar el cielo) o que mi tacto
se trasladase a la hierba que acaricias en los parques. No sé si me explico,
quisiera estar más cerca de ti sólo para que florezcas en mis sentidos y al
mismo tiempo, me veas. Nadie conoce mi rostro, nadie habita mi nombre, y es
probable que muera sin que nadie lo haga. Escribo esta carta -- que puede ser
la única que te dirija – para huir de las sombras, y me acerco a la luz que
proyectas porque me da reposo, como quien se desploma aterrado en medio del
bosque y una pequeña fogata le parece un hogar. Así me encuentro esta noche a
tu lado, aunque tú no me veas, tendido a tu lado esperando los primeros rayos
del crepúsculo. No te he dicho nada, no me he presentado ante ti. Esto sólo es
el primer movimiento para confirmar que sigo vivo, y que en el bosque hay
alguien más.
Suzanne, llévame a tu lado cerca del río…
Con afecto,
Xavier.